Un beso en la boca
Cuando eché de esta a casa a tu
papá, mi hermano, él jamás regresó. Sólo vino un par de veces: cuando te trajo,
robado, y cuando regresó para que tu tío Luis le metiera un tiro de escopeta,
aquí, afuerita, en la salida al corral; tú tendrías escaso un año de edad.
Así
confesaba Fidela al sobrino que veinte años atrás había sido arrancado de sus
brazos y que hoy regresaba. En la casa, junto al pobre menaje, brillaban la
desesperanza y la amargura. Al fondo un modesto comedor lindaba con la ahumada
cocina. Había, también, una hornilla, la que a diario la mujer ciega incendiaba
con habilidad de mago; y una puerta de tosca madera que llevaba a los corrales.
Entre lo poco, lo que más destacaba era un juguetero repleto de muñecas de
trapo, rojas, verdes, azules, rosas.
Fidela y Alfonso eran hermanos;
llegaron a San Jorge Bendito hacía cosa de cuatro lustros, después de sepultar
a sus padres, muertos por venganzas en su ranchería de la sierra. Acá se
quedaron a vivir en esta casa, en San Jorge Bendito, buscando la calma y meter
trecho entre ellos y la violencia serrana vivida y maldecida.
Pero la
sangre llama, y más la caliente.
Hoy,
sentada, al borde de la chimenea con olor a encino, Fidela, anciana, invidente
por el humo de la vida y el desamparo, hablaba con Luis, su sobrino, ausente
por algunos años y que había vuelto a casa sin más. Nerviosa bebía café en una
añosa taza adornada con una descolorida escena bucólica; él contemplaba a la
mujer, de pie, con su amplio sombrero bailando entre sus dedos.
─Sé que
vienes a despedirte de mí, a decirme que vas a poner fin a tu reciente vida de
vértigo; sé también que quieres poner un poco de orden a tus ideas. No te
ofrezco café porque igual que tu padre nunca le hallaste sabor; yo sí, tomo
hasta cuatro tazas, más cuando los recuerdos me meten zancadilla. Cuando recién
te trajo tu padre, sólo tomabas leche cruda. Así lo acostumbraban en casa de
tus tíos, en La cañada de los Luises.
Con voz
adolorida, grave, la anciana tomaba aire a la vez que palpaba la brújula de su
bastón. Y seguía en su desahogo:
─La
gente asegura que eres mi hijo, pero la verdad es que tú naciste en La Cañada.
Tu madre cierta era de esa familia, la de los Luises, Luis grande, Luis de en
medio, y los chicos, los Luises gemelos; cuatro centauros brutos y huérfanos
que cuidaban celosos a su única hermana, tu madre Celsa. Alfonso, tu padre,
ladino y burlador, sin respeto a la dignidad de nadie, un mal día se robó a tu
madre. Cuando los gemelos Luises buscaron venganza, tu papá mató a ambos en una
sola tirada. Tu mamá no duró mucho con tu padre y regresó con sus otros
hermanos, pero ya te llevaba en su vientre. Naciste tú y murió ella. Alfonso,
pocos meses después que naciste, fue a La cañada y te robó, pero en el entre
tuvo que matar a Luis grande. Cuando te trajo a esta casa para que yo te
cuidara, tú ya traías untado ese nombre de muertos: Luis.
El muchacho cerraba los puños
temblorosos. Sus ojos inquietos iban de la lumbre del fogón a la mujer; de la
puerta del corral, al techo negro por el humo.
─A tu
padre le dio siempre por tomar lo ajeno; igual robaba una zahúrda que una recua
de mulas cargadas. Yo no me metía mucho con él y sus asuntos, pero cuando mató
al primer hombre en un pleito de cantina, entonces sí; Alfonso vino a
esconderse a esta casa, pero yo lo eché, no sin antes quitarle la pistola que
aun guardo conmigo, siempre a la mano, cargada, por lo que se pueda ofrecer.
Ese fue el tiempo en que tu padre y otros iban por ahí, quemando maizales,
azotando gentes y burlando niñas.
─El mal
día en que le dio a tu padre por venir, enfermo de tifoidea, estuvo aquí,
metido sin salir. Fueron cuatro días en que lo mantuve escondido; curándolo con
mejorales, veganines, yerbas y fomentos con agua caliente. Se puso amarillo,
como papel de adorno, vomitaba negro y rechazaba todo alimento. Su cabeza era
un tizón y el dolor lo atenazaba al punto de llanto. Una mañana tu padre salió
al corral, cubierto con una cobija, para tratar de desaguar su orina de varios
días. Tu tío Luis, el único Luis que quedaba, ya tenía tres lunas agazapado
entre lo tupido del ramaje de los pirules, ésos del otro lado del corral, con
una retrocarga terciada. Apenas vio a tu padre salir, le disparó. Yo salí,
asustada y vi a tu padre tirado, hecho ovillo entre el estiércol de vacas. Tu
tío Luis saltó corral adentro, llegó hasta mí y, a gritos arrebatados trató de
explicar lo de la afrenta a tu madre, lo de sus hermanos, lo de ti.
La
señora temblaba. Su voz se entrecortaba por la emoción y la incertidumbre. Con
su blanco mandil alcanzó sus ojos y secó las lágrimas que derramaba por el humo
del recuerdo.
─Después
de enterrar a tu padre, sola, sin amigos ni enemigos, me vi entregada por
entero a tu cuidado. Comenzaste a hablar; caminabas asido a mi rebozo; comías
como duende y bebías como becerro, pero lo que más disfrutabas era besarme en
la boca. “Te juro, mamá, que siempre te voy a besar así, hasta el día de
nuestra muerte”, prometías, inocente.
Crecías fuerte, nervudo, con esos ojos de Luises que no te cabían en la
cara, por más que tu ceño fruncido y severo me recordaban más al abuelo, mi
papá. Te llevaba a misa; salíamos a la plaza; saludabamos a la gente; comíamos
helados, algodones de azúcar o elotes desgranados; subías a los caballitos de
madera, a las sillas voladoras. Sin recursos, fui dándote lo que podía, que no
era mucho. Al cabo, mal vendí los caballos que me dejó tu padre; me quedé a
navegar con las pocas vacas, de donde sacaba para los quesos, los bollos y tu
alimento. Por las noches te tarareaba las canciones de Pardavé, modificando versos
para agradarte; te cantaba aquello de “Caminito de la sierra, voy buscando al
criminal, ay, ay, ay, tú me hacías dueto, pero pronto te dormías.
Una
pausa larga metía silencio y al soliloquio senil.
─Yo te
amo con todo mi corazón, no eres mi hijo, pero ¿cuánto falta? Yo cocía la yerba
para tu tos, te llevé al médico por tus dolores de encías, fuiste al catecismo,
aprendiste a leer. Mi alma lloraba contigo cuando me preguntabas por tu padre,
y yo, sangrando, te mentía que se había ido para el Norte, que al volver te
traería regalos. ─Yo quiero una muñeca, mamá, –decías– o un juego de té.
─Entonces
yo tenía buenos mis ojos. En la máquina de coser, sin preocuparme mucho de tus
gustos, te hacía una y otra y otra muñeca. Tú las bailabas, las casabas, las
llevabas a grandes fiestas. Luego me pedías un vestido como el de la
chiapaneca, o como la princesa Roda, o como el de la mujer de un dibujo de
campo que viste en una taza. Yo te lo confeccionaba y tú lo lucías. Cada día
que te llevé a la escuela, en la puerta, delante de todos, me dabas un beso,
como siempre, en la boca. Era tu obsesión. Siempre que podías, o que lo
recordabas, ibas y me besabas en la boca, y yo lo consentía. Un día llevé la
cuenta: me besaste diecinueve veces. A mí no me importaba, pues sólo vivía para
ti. En la escuela hacías amigos, pocos; y amigas, muchas. Por las tardes, atraídas
por el tul, la franela, el organdí, la seda, la lana o el percal de los
vestidos de gala de tus cien muñecas, jugabas con tus amigas, sirviendo té en
las tazas de juguete que alguien te regaló en uno de tus cumpleaños.
La Tía, fingiendo seguridad, tosía falsamente; a tientas se servía más café; reacomodaba su cuerpo en la saliente del fogón, así como en su cadera un oculto metal entre sus amplias faldas. Imaginaba al sobrino de pie, firme, altivo, con el sombrero en las manos; pantalones ajustados, camisa blanca, botas, y en el ancho cinto su pistola de hacer daño y de cumplir promesas.
─El día aciago en que tu tío
Luis vino, codeándose con la policía y falsas leyes, te arrancó de mi vida para
llevarte a la cañada de Los Luises. Lloré hasta que mis ojos se secaron.
Abatida rezaba por ti; afligida por la congoja de no tenerte, no guardé
lágrimas. Suspiraba eternamente por verte, por besarte en la boca y por cantar,
juntos, otra vez, caminito de la sierra. Ahora la gente sólo habla de las atrocidades
que un grupo de ingratos van haciendo por aquí y por allá; del regreso de
Alfonso, mi hermano, reencarnado en ti, y por los Luises endiablados que te
saltan en los ojos; sólo me guarda la idea de que recompongas tu vida, que ya
no siembres más dolores; que detengas el enfermizo deseo de ocultar tus modales
de mujer en cuerpo de macho; que ya no hagas más daño a cuanta jovencita se te
aparece, y que sólo por demostrar tu
falsa hombría, deshonras, vejas y agredes, para ocultar la soledad de tu alma...
Luego de dos sorbos, después del
largo silencio:
─Yo sé bien a qué has venido,
Luis... Sé que tus preguntas hallaron respuesta. Algunas no, porque esas sólo
tú las puedes contestar. Pero yo, olvidada como me creía, espero de ti un beso,
sólo un beso en la boca, para dormir en paz, si es que no has olvidado tu
promesa. Yo estoy preparada.
El joven tomó a la mujer y la
guió hasta el juguetero. Sus manos tocaron sin orden las muñecas reinas, las
princesas, las hadas, las quinceañeras, limpias, cargadas de mil recuerdos. Él,
con sus ojos anegados, tomó a la Tía de la cintura y la acercó contra su
cuerpo. Los labios calientes y ansiosos de la anciana temblaron y rozaron
apenas a los del joven.
De pronto un tiro se escuchó en
la pieza. La anciana cayó herida en el pecho hasta quedar, tendida, sobre el
piso de tierra.
Moribunda, con los ojos en blanco hacia el techo, con una sonrisa dulce, la anciana trataba de cantar: “caminito de la sierra voy buscando al criminal, ay, ay, ay...” Luis, camino hacia donde estaban sus compañeros fuera de la casa, escuchó el leve canto de la mujer. Y
se volvió. Con los ojos entrecerrados musitó, completando, la estrofa aprendida en la infancia, con muñecas, con vestidos de amplios holanes, tazas de leche cruda, algodones de azúcar y besos en la boca de madre postiza: ...” Que mató mis ilusiones con su modo de besar ay, ay, ay...”
Otro tiro sonó, salido de la
entre falda de la anciana. El bandido cayó encima del mueble repleto de
muñecas, fulminado.
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