miércoles, 26 de agosto de 2020

 

El Monje Loco         808 palabras

 




ANSELMO COMÍA A PUÑOS sentado en un costal de raspa retacado de olotes. Hasta el naranjo ramudo donde se pasaba el día le llevaban los cajetes de plástico con la comida, para que se sirviera a gusto, sin fijarse en modales. Le montaban un trapo en el cuello, como babero, que siempre acababa tirando lo mismo que el cucharón de palo que las hijas le proveían.

        No estaba loco, pero poco le faltaba, y todo desde el día en que cayó de un caballo.

        El viejo Anselmo había dedicado toda su vida a rezar rosarios y a cantar “alabados” los días en que en San Jorge Bendito había “cuerpo”. Sabía de esquina a calle todas las letanías y su orden de entonado, tanto para casorios felices como en funerales llorados.

        Después de su percance hípico, luego de su lenta recuperación, tomó como casa las sombras del viejo naranjo del patio donde a gruñidos rumiaba, lejos del mundo y de la razón. Solo, acaso con la compañía de sus dos hijas, pues su mujer, práctica e inteligente, cuando vio que las heridas del cuerpo del marido sanaban, pero no las de su mente, tomó las de Villadiego y se fue a vivir con sus padres y nunca regresó. En delante, las dos muchachas se hicieron cargo del padre rezandero venido a menos.

        Anselmo solía caminar a pasitos por entre las breves veredas del patio habilitado para su encierro, gritando, cantando “alabadoseaelsantísimosacramentodelaltar”. Los más de los días los pasaba tirado panza arriba, cantando coros caducos, aprendidos de su padre, un viejo cristero que murió colgado en la sierra, por los federales.

 

El día de su percance, Anselmo se desconectó casi totalmente del mundo; pasó varios días sin articular palabra. Cuando medio se recuperó, lo primero que hizo fue entonar corridos cristeros que ya nadie reconocía.

En el arroyo del Junco…cerquita de Capistrano…le tendieron la emboscada…por entregas de un compadre…arreglado de antemano…” cantaba como cardenchero, falsete incluido.

        De las dos hijas, una había tirado para monja, pero salió con su “domingo siete”; la otra, taruga de por sí, sobrellevaba su única gracia: bordar carpetitas que, almidonadas, vendía por ahí, a quien se dejara. Ambas llevaban la tarea del cuido paterno sin mucho esmero, aunque siempre apoyadas con víveres por alguna gente de San Jorge Bendito que recordaban y aun extrañaban a Anselmo en altares y panteones.

        Las dos chicas llevaban la pena paterna con gracia, a falta de respeto. “Llévale la comida a tu padre”, ordenaba una. ”Al tuyo”, respondía la otra.

Ambas veían cómo el juicio del viejo se diluía. A la hora del aseo del anciano no se medían en la broma. “Te toca bañar a Juan Diego”, ordenaba una. “Dirás al Monje Loco”, contestaba la otra, entre las risas de ambas.

         De todo, lo que más les divertía era cortarle al hombre el pelo y rasurarlo, convirtiendo aquello en un ejercicio malsano, hasta la tarde en que al loco le dio por protestarles a gritos:

“A mí nadie me pela…a mí nadie me corta el pelo…nadie me peluquea, porque me muero.”

        Cierta vez, más por juego que por amor fraterno las muchachas esperaron, pacientes y divertidas, a que el viejo cayera en profundo sueño. Ya dormido, sin cantos de corridos ni falsetes de funerales, las muchachas, conteniendo la risa, cortaron sin pudor ni medida la barba, pelo y bigote del anciano. Apenas terminaron la labor de poda, les dio por imitar al senecto:

        “A mí nadie me pela…a mí nadie me corta el pelo… nadie me peluquea porque me muero”. Y manoteaban, contoneando el cuerpo, como la hacía su padre.

        A la mañana siguiente, el viejo se despertó y notó los cambios. Se sintió despojado y le dio por llorar. Tocaba y tocaba sus sienes, su cráneo y su cara, revisando sus mugrientos dedos en busca de restos del pelambre perdido. Sus ojos reflejaban su humillación. Así estuvo, sin moverse y con la vista colgada del follaje amarillento del naranjo; no caminó más las veredas breves; ni entonó más viva Cristo Rey, viva Cristo Rey; y ni vamosniñoasalsagrarioquejesúsllorandoestá.

        Sólo lloraba bajito.

        Así estuvo toda la mañana. Toda la mañana y la tarde completa. Cuando las hijas le llevaron la cena, tratando de paliar su conciencia, él nada les dijo, nada gritó, sólo gemía; tenía su rostro descompuesto, metidos sus brazos en la cara y su cuerpo en posición fetal. Era como un niño al que le habían quitado el balero, o la bolsa de canicas. Las muchachas no le rogaron mucho para que cenara y lo dejaron sin más.

        No cenó.

 Se acurrucó junto al costal de olotes, se untó al viejo sarape de cien hilachas y se quedó mudo, otra vez; tenía los ojos irritados, anegados y la nariz colorada.

        Metido en un temblor de gusano sobre comal caliente, estuvo así, hasta que murió.   

 

Tomado de: El mal samaritano

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